En un valle azotado por el viento, crecía una flor de ajenjo. Sus hojas plateadas brillaban con un dolor antiguo, sus pétalos oscuros guardaban historias de noches frías y su aroma, amargo como café sin azúcar, ahuyentaba a los demás. Pero un día, un viajero se detuvo ante ella… y en lugar de pasar de largo, se arrodilló para escuchar.
“Gracias”, le susurró el viajero mientras la lluvia acariciaba sus pétalos, “por hacer vibrar mi corazón como ninguna primavera lo había logrado. Cuando miré tus hojas marcadas por el tiempo, no vi una flor débil… vi un alma que había luchado contra tormentas que yo solo podía imaginar. Tu dolor, ajeno, se volvió mío. Y en ese silencio compartido, encontré un amor más profundo que todas las palabras”.
La flor tembló. Nadie antes había celebrado su resistencia en lugar de lamentar su amargura.
Pero llegaron vientos malintencionados, arrastrando mentiras como piedras afiladas. El viajero, con lágrimas en los ojos, entendió que a veces amar significa abrir las manos. “Iré, pero no como quien olvida, sino como quien guarda un tesoro. Te llevo aquí”, dijo tocando su pecho, “no por lo que pudimos ser, sino por lo que fuiste: la flor que me enseñó que hasta en la tierra más árida crece la belleza”.
Antes de partir, dejó una última promesa bajo sus hojas:
“Dios te bendiga, Flor de Ajenjo. Si alguna vez necesitas un refugio, mi corazón seguirá siendo tu tierra. Cuídate mucho… porque el mundo necesita más de tu luz, aunque a veces no lo sepa”.
Y así, la flor quedó sola… pero ya no era la misma. Ahora sabía que en algún lugar del mundo, alguien llevaba su esencia como antorcha.
Moraleja: El verdadero amor no posee: honra. No exige: agradece. Y cuando se va, no se lleva solo recuerdos… sino semillas de lo que ambos sembraron en silencio.

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Y aunque la vida te lleve lejos, quiero que sepas que hay un corazón aquí que te guarda no por nostalgia, sino por gratitud. Siempre estaré aquí si me necesitas. .